A las dos de la mañana me escribió Julio. Un amigo taxista.
—No acertarías ni en tres vidas a quién acabo de dejar en el hotel.
—Al diablo —respondí.
—Es posible —respondió—. Si existiera, no se me ocurriría mejor disfraz que el de ella misma.
Te he imaginado follando, vomitando estrellas, cambiando la decoración de un dormitorio que nunca estuvo tan orgulloso de tener espejos. Abriendo las piernas hasta que el universo te ha lamido los muslos y has sudado de risa, has crujido de sexo y has temblado de música. Y siempre, absolutamente siempre, has pensado en mi nombre.
La frase más repetida de papá, sobre todo cuando era un momento donde la duda lo albergaba todo, o los caminos se cruzaban de tal modo que eras incapaz de decidirte por uno, era la siguiente: “La vida es ahora”.
Haga lo que haga, voy a errar. Irene no se merece que existas, yo no me merezco su boca y tú no te mereces la duda. Tengo claro qué es lo que debería hacer, pero lo que debo no es lo que quiero. Entre la infidelidad a ella o a mí mismo, hay un bosque de incertidumbre. La nostalgia tala los árboles para que te encuentre, el miedo riega las plantas para que te pierdas.
Desde fuera, el hotel no parece tenerte dentro. Todo está en calma, como una orilla en invierno. La recepcionista tiene que mirar el libro para hallar tu nombre. Parece que tus caderas no se han movido lo suficiente esta vez para que la memoria le gane el pulso al olvido. En el sobre que le dejo hay una nota escueta pero directa:
Hoy, 19:00.
Donde siempre. Donde nunca.
Ojalá no vengas, pienso. Ojalá aparezcas. Quiero.
Conozco la sensación, la describes muy bien. Siempre anhelas el rechazo pero siempre sucumbes a la tentación.
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