viernes, 31 de diciembre de 2021

HIPOCONDRÍA

 Siempre la hipocondría es una certeza,

a las que los médicos insisten en llevarme la contraria.


Ya ni siquiera me acuerdo cuando me dolías tú,

cuando aún sin saber el sitio,

podía decir tu nombre

y resumir así toda mi enfermedad.


Ya no debo besos,

no pago en lunes,

no pido treguas.

He cambiado el frío por una sombra,

que viene por la noche a darme los buenos días,

por si no despierto.


Le he puesto a mi última tristeza,

un nombre ridículo,

para avergonzarme de ella,

para esconderla en mi garganta,

para no tener que llamarla,

aunque ella venga de todos modos.

Como una ex al que se le olvidó el ego.

Como las cinco de la tarde.

Como un taxi a la dirección correcta.


Esto no viene al caso 

pero había una vez una chica

que le tenía miedo a los abrazos.

Decía que en ellos la otra persona

se llevaba lo mejor de uno mismo.

Y luego me abrazaba.

Si te lo quedas tú no me importa. Decía.

Luego al tiempo se marchó

y a mí me quedó la sensación

de que fue ella quien me robó a mí.


Sobre la cornisa la vida es leve como un resbalón.

A lo lejos una pareja se besa,

todavía no saben que se odiarán mañana.

En el parque un niño juega con su móvil,

mientras los columpios esperan

alguna racha de viento

que los devuelva a la vida.

Natalia la vecina que todo hombre

desearía de amante,

tiende sus braguitas minúsculas

a un sol que se despereza

solo para imaginarla desnuda.

Yo solo fumo, 

observo la vida pasar,

a veces pienso en ella,

otras escribo en el polvo de la terraza,

nombres de hijas que nunca tendremos

y dejo que la lluvia los borre.

Casi nunca llueve.

Por eso tengo una familia en el balcón

que no me reconoce.


Julia, así se llama la chica de tu buzón de voz,

sigue animándome a dejar algún mensaje

después del quinto tono.

Julia debe ser alta, más que tú,

sonríe menos,

tiene la tetas más grandes

y menos complejos.

Alguna vez juraría que me ha indicado mal

en alguna rotonda,

pero cualquier camino me resulta incorrecto

si no me lleva a tus piernas.

Así que no hay reproches.


Julia es fácil de olvidar porque solo existe en mi cabeza,

a ti todavía mi corazón,

te guarda un sofá con vistas al fracaso.

Pero ya no dueles. 

Ahora tengo enfermedades más importantes

que tu ausencia.

Ahora tengo manías más relevantes que quererte.

Ahora tengo vicios más destructivos que esperarte.


No viene al caso pero había una vez una chica

que me quiso hasta la muerte.

Así me lo dijo,

con la boca grande,

los ojos muy abiertos,

la piel erizada.

Hasta la muerte mi amor, hasta la muerte.

Supongo que se refería a la mía.

Ella aún vive,

en un adosado a las afueras,

de mi alma.


La última vez que llamaron al portero electrónico,

era un repartidor de publicidad,

la penúltima también

y la antepenúltima.

Mi buzón es la metáfora perfecta

de una familia feliz.

Setenta y siete escalones después

hay que abrir el tercer cajón del mueble de la cocina

para poder sonreír con dignidad.


He domesticado a los monstruos,

aunque ahora echo la llave tres veces,

me aseguro de haber apagado la bombona,

a veces incluso me olvidó de que soy ateo

y rezo en voz muy bajita,

como si tuviera miedo de mi propia fe.

Tomo descafeinado, 

intento que el lavabo no me recuerde

que me estoy quedando calvo,

que el espejo no me grite alguna verdad

sobre las ojeras.

Abandoné aquel perfume que dormía

sobre tu pecho,

ahora solo huelo a mí

y es lo más parecido a la soledad

que me ha ocurrido nunca.

Antes del alprazolam bastaba con tu boca.

Es curioso que el miedo

se escondiera de un beso.


No viene al caso pero había una vez una chica,

que a cambio de mi almohada

me prestaba sus sueños.

Supongo que fue al abrir los ojos

cuando empezó la pesadilla.

La almohada está ahí, en el mismo sitio.

¿Pero tú cariño dónde coño estás?


Y no, no viene al caso,

o tal vez si,

quizás todavía.

Y a lo peor siempre.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

CIUDAD NOSTALGIA

 



Hablamos de trenes perdidos como si ellos,

se hubieran detenido a esperarnos.


En la calle luz del norte,

hay una pequeña cafetería donde el café,

nunca lo ponen hirviendo.

A través de su cristalera,

el invierno parece un animal domesticado.

Y cuando llueve, las gotas que compiten

por besar antes el suelo,

casi siempre acaban 

por traerte de vuelta a mi memoria.

Supongo que no hay diluvio

que no empiece en tu nombre.


Si sales a la derecha

y cruzas la avenida de las farolas fundidas,

te encuentras con la tienda de Martina,

una pequeña boutique donde la anorexia,

ha pasado para siempre de moda.

Incluso los maniquíes te miran

con ese apetito voraz

que tienen las mujeres

que han fracasado en el matrimonio.

Martina tienes los ojos verdes y cuando sonríe

te fían los camellos del bar de enfrente.

Allí también te adueñas de mi nostalgia,

en el segundo probador del fondo

con tu vestido verde subido

mucho más allá del pecado

y mi lengua dibujando constelaciones

en el dulce acantilado de tus piernas.


En la plaza la señora Ana,

me sigue preguntando por ti.

Nunca he cambiado de excusa.

-Aún sigue viviendo a las afueras.

Le respondo.

Lo que ella ignora es que suelo referirme

A mi propio corazón.


Ya no tiene cuatro estrellas el hotel del centro,

no quedan patos en el estanque,

ni crecen margaritas en el jardín de los vecinos.

Ya nadie mira al cuarto B por si tu silueta

encadena su futuro al amor propio.

Ya nadie llora en el cine,

no hay niños en el parque,

ni suenan canciones de Ismael Serrano

en los centros comerciales.


En la ciudad parece que hubo una guerra

y yo fui la única víctima.


Si bajas la cuesta del olvido,

más allá de la heladería

y de la tienda de golosinas

del señor Enrique,

te hallas de frente con el mar.

Allí es como si se hubiesen sumado

todas mis lágrimas.

Tu sombra aún se moja los pies en la orilla,

mientras tu cuerpo se adentra

hasta llegar a la segunda boya.

Desde allí saludas con la mano.

Como si la distancia,

no significara soledad.


Aún permanecen nuestros nombres

en la pared del paseo marítimo

como una herida incapaz de cicatrizar,

como si el pasado hubiera echado el ancla

por temor al naufragio.


No, yo no hablo de trenes perdidos,

yo lo vi llegar y quedarse,

disfruté de sus raíles,

de sus vagones,

me tragué por amor cada paisaje,

lo iluminé sin dudar en cada túnel.


Pero luego el tren pasó de largo,

de hecho todavía sigue pasando

me consta que no deja de pasar,

por el maldito andén de la esperanza

de esta triste ciudad que me dejaste.