Recuerdo tu afición a regalarme libros. En todos, en la segunda página, colocabas una dedicatoria. Algunas se me quedaban bailando en la cabeza durante días. Otras aún lo hacen. De hecho, al verte, una de ellas me ha apuñalado por la espalda:
“Cuando yo digo siempre, es siempre. Aunque haya momentos en los que te parecerá que ya nunca.
Y contigo es siempre.
SIEMPRE.
No lo olvides.”
Que hayas elegido tacones ahora que hay alergia a la melodía. Que prefieras el azul para confundirme de orilla. Que decidas pelo suelto, como si prefirieras atar el futuro. Que luzcas escote para también tener ojos en las tetas. Que sonrías al verme como si yo fuera el culpable. Y que esté aquí como una idiota esperando la condena. Solo se le ocurriría al diablo. Es estúpido, pero me alegro de que aún hagas bien tu trabajo.
Ariadna se fue porque decía tu nombre en sueños. Con Irene fui más sutil, y a mi bendita madre le puse tu nombre.
“Debías quererla mucho”, me dijo Irene alguna mañana.
El problema de soñar contigo siempre ha sido el despertar.
Por eso dime: ¿a qué jodida hora, esta vez, has puesto la alarma?
En el parque donde aprendí a besarte hay ahora una carretera que sirve de atajo para llegar antes al pueblo. Como si alguien, alguna vez, hubiera tenido prisa por llegar aquí. Siempre he maldecido los atajos, porque interrumpen la belleza del camino. Y ahora, sin embargo, cogería todos los atajos que hubiera en mi vida solo por volver a verte.
La duda es lícita. La duda es lógica. La duda, me atrevo a decir, es incluso obligatoria. Seguramente hallarás quien te diga que el amor es la ausencia de dudas. Pero la ausencia de dudas no es amor, es ignorancia. El amor es que, a pesar de las dudas, tú siempre acabes diciendo su nombre.
Por eso ahora, por favor, disculpad mi silencio.
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