Recuerdo con una precisión absoluta la primera vez que te dije “te quiero”. Te quedaste callado, sin emoción. Luego dijiste:
“Es gratificante que me quieras. Pero lo que importa es que te quieras. Que digas mirándome a los ojos ‘me quiero’. Es que lo estoy haciendo bien”.
Así que ahora no me odies, ni me culpes por aparecer de nuevo. Yo solo vine a quererme.
Los anclajes son aburridos; la posibilidad del naufragio es lo que le da valor a las islas. Yo soy una isla. Siempre lo he sido. Pero una vez me habitas, se pierde el mayor aliciente. Por eso siempre el naufragio, por eso nunca el timón, por eso traigo las olas.
Él se llama Víctor. Es más guapo que tú. Tiene mejor trabajo. Sabe estar en multitudes. Le gusta la playa. No se queda mirando llover como si detrás del cristal hubiera una película. Sabe bailar. No tengo quejas en el sexo. Sin embargo, no me siento vulnerable. No hay abismo. Detrás del precipicio hay un colchón de plumas. Todo el vértigo depende de mis tacones. Sé que puede resultar masoquista que prefiera que me hagan pedazos y se sienten conmigo a juntar los trozos, antes que esta carencia absurda de heridas. Pero yo quiero mis alas. Y que nadie me diga “cuidado con la piedra”. Porque necesito caer. Porque no puedo creerme el amor si no me duele.
Voy a estar aquí tres días. De hecho, me quedan sesenta y cinco horas, y solo necesito un movimiento de tu parte. Si no lo hay, entenderé que es tarde. Si lo haces, por leve que sea, yo haré el siguiente. Espero que recuerdes lo que una vez te dije: cuando todo te parezca un laberinto, olvídate de la salida. Búscame a mí. Te juro que esta vez te estoy esperando.