domingo, 26 de mayo de 2019

La felicidad es una pompa de jabón

Noviembre del 99.

Daniela no vino.
Le escribí otra carta en junio,
en julio la llamé y siempre cogía
el teléfono su padre.
La voz de su padre es como una canción de Sabina
pero sin música.
Todos los días de agosto,
esperé su regreso
con la esperanza trucada
como los dados de un mago.
En septiembre la odié irremediablemente
sin dejar de amarla
y en octubre la amé estúpidamente
sin dejar el odio.
En noviembre y solo para mi paz mental
he pensado que tal vez se ha muerto.
El amor a veces es así de hijo de puta
y no acepta tan fácil la derrota.

Con su ausencia se multiplican mis complejos
en el espejo hay un monstruo
que me observa con los ojos de Ariadna.
Estás demasiado flaco. Dice.
Demasiado blanco. Ataca.
Demasiado feo. Mata.

Ariadna fue esa chica que corrió por un beso
no tras él, si no de él.
El beso era mío claro.

Noviembre es frío como una canción
de heavy metal cuando estás enamorado,
incómodo como los sillones de los hospitales,
tiene la dulzura de un niño apedreando a un gato,
la amabilidad de un mosquito antes de dormirte.

Ayer probé por primera vez la cocaína,
fue con un amigo de esos
que desaconsejan los padres.
Al principio no sentí nada,
a los cinco minutos tuve la ligera sensación
de estar volando,
diez minutos después era capaz
de hacer cualquier cosa sin moverme del sitio.
A la media hora volví a estar como al comienzo.

Sinceramente le dije prefiero los besos.

El me miró con superioridad.
Como mira un tigre a un gato,
o un niño una hilera de hormigas.
Como quien desconoce que alguna vez
ha existido Daniela.

Supuse en ese momento que había perdido un amigo.
Y había ganado una vida.

La amistad más allá de los dieciocho
se mide solamente en secretos.
Si no tenéis ninguno no existe el presente.
Si tenéis más de uno no existe el futuro.

Daniela precoz como un niño con wifi,
con esa mentira del amor asomando a la boca,
con el olor a césped de su nunca después de los besos,
con el hambre en las pupilas antes de la sed.

La echo de menos,
como se echa de menos una isla después del naufragio,
o una nube una tarde de agosto.
Como se echan de menos las curvas en un desfile en París,
o un verso de Bukowski en un poema de Neruda.

Dice Inés que es fácil olvidar
si tienes con quién.
Luego me mira fijamente a los ojos
ni siquiera parpadea
y si lo hace coincide en el momento
en el que lo hago yo.
Y estoy seguro que es en lo único que coincidimos.

Inés es como esa estela que dejan los aviones,
miras al cielo y de pronto está allí.
Con Inés buscas el amor
y te la encuentras a ella.
Cómo un autobús cuando esperas un taxi,
no te lleva exactamente al lugar que quieres
pero te ayuda a llegar.
Y supongo que estoy hablando del amor propio.
Del punto egoísmo del ego,
de la caricia invisible que sostiene la autoestima
cuando todo es precipicio
menos sus ojos.

Inés dice que su superpoder favorito,
sería enamorarse de la persona
que está enamorada de ella.
O a la inversa.
Yo le digo que el mío sería soñar
con lo que eliges justo antes de dormir.
Y ella sonríe como si buscara en su cabeza
un abrazo ignorado.
O ser invisible le vuelvo a decir,
mientras el mar se rompe la olas contra la piedras.
Ser invisible es una mierda. Me afirma.
Yo lo soy muchas veces.
Ni siquiera tú me ves. Reprocha.
Y vuelve a dejar de parpadear,
como si le tuviera miedo a la oscuridad.
O a perderse.

Daniela con el montón de pecas de su rostro
como tildes en palabras esdrújulas,
con el tobogán de su risa
pegadiza como canciones de verano.
La busco cómo se busca la incógnita
en una ecuación,
O el apodo perfecto
para el amor de tu vida.

Camino a casa Inés me cuenta una historia
de cuando quería ser princesa,
de cuando la vida era un columpio en movimiento
y un beso significaba el principio del amor
y no del sexo.
Yo le narro una fábula,
de una pareja que se quería tanto
que tuvieron tres hijos
y comenzaron a odiarse
para tener amor para todos.
En el amor le digo
uno es escaso y tres es exceso
como las copas de whisky.
Y ella me suma a su vida
y deja una sonrisa en el aire
de quién ni ha conocido la resaca.

Nos abandonamos el uno al otro
en la puerta de su casa.
Yo me hago invisible calle abajo
y ella elige un sueño sin cerrar los ojos.

Y supongo que por un instante fugaz
los dos somos felices.